domingo, 19 de julio de 2020

A quién le importará?

En 1982, La televisión en Venezuela por fin se veía en colores y nos vendía cosas en sus dos canales comerciales el 2 y el 4. En el 4 especialmente hacían muchas propagandas “del disco de moda”. La magia de ABBA, Thriller de Michael Jackson, y Entre el agua y el fuego de José Luis Perales. Al mismo tiempo, los colores empezaban a cambiarle a Caracas. La otrora “Ciudad de los techos rojos”, daba paso a las grandes construcciones de hormigón gris que revolucionarían el transporte, las artes y el ritmo de vida. El Teatro Teresa Carreño sería inaugurado al año siguiente con sus Sotos colgantes y la mejor acústica del mundo, nos decían. El ruido y el polvo que levantaba la construcción de la estación “Chacaito” que sería también inaugurada junto a la línea 1 del metro de Caracas al año siguiente (el más moderno del mundo, inspirado en el de París, no en el de Nueva York nos decían), escondían a Don Disco, mi tienda favorita, y la minimizaban a una puerta de vidrio detrás de un gran hueco de lo que sería la estación, y a la que había que llegarle pasando andenes inestables y peligrosos. Aun así, el Long Play nuevo de Perales me esperaba. Ansiaba poder cortar el celofán que despediría esa combinación de aromas de acetato, electricidad estática y tinta que despiden los discos nuevos recién abiertos; un placer y una adicción que por cierto hasta hoy en día conservo y por lo que sigo invirtiendo en discos a pesar de tenerlos a un click (y a unos cuantos dólares menos) de distancia. Una canción, “A quien le importará” destacaba para mí entre los 10 surcos. Su melodía era sencilla y pegajosa. Su letra simple, directa, sin metáforas ni desaciertos amorosos, invitaba a escucharla una y otra vez, y me acompañaría por el resto de ese año y también por el resto de mi vida hasta ahora:



Si te quiero o no te quiero, eso no le importa a nadie,
nos importa a tí y a mí y a lo oscuro de una calle,
donde un beso ayer te dí, y luego fueron dos...
Y luego en fin, la, la, a quién le importará
lo que pasó, ya ves, a quién le importará?


Foto de Puerto Azul a principios de los 80. Los edificios La Santa María, La Pinta y La Niña. Y la Recepción Central. Atrás el Mar Caribe.


Las vacaciones de Diciembre de ese año, como las de todos los años de mi niñez y adolescencia (menos uno en el que fuimos a Miami, embriagados por la ilusión de la Venezuela Saudita), ocurrían en Puerto Azul. Puerto Azul era un oasis. Un paraíso de sosiego en medio de una ciudad ajetreada . Un club social de playa de clase media, a una hora manejando desde Caracas y del otro lado de la montaña, donde el mar Caribe encontraba su orilla, donde “la brisa fina se entretenía peinando palmas” (Gracias Henry Martínez por tu bella metáfora), y donde yo y cientos de jóvenes Caraqueños, aprendimos del amor, la independencia, la amistad, la felicidad y lecciones de la vida que creo muy difícil se podrían dar en otro espacio y en otro tiempo.

En esas vacaciones de 1982, yo llevaba el casete TDK donde ya había transferido el LP de Perales en el equipo de mi papá, fanático de la música igual que yo. En el trayecto desde Caracas a Naiguatá escuchábamos las canciones en el carro que luego serían leyenda: Y cómo es él?, Canción de otoño y por supuesto…

Nuestra boda fue sencilla eso lo recuerdo tanto
Un ambiente familiar y de amigos tres o cuatro
Los curiosos del lugar y toda su familia
Pero en fin, la, la, a quien le importará
Lo que paso, ya ves, a quién le importará.?


El ritual se repetía. Llegábamos en la nochecita del viernes. La recepción central del club, iluminada y alegre, era preámbulo de lo que serian las próximas dos semanas. Abarrotada de gente contenta de estar allí, recibía a los Caraqueños de toda la vida y también a las familias Caraqueñas inmigrantes de no toda la vida, a la que Venezuela recibió con brazos abiertos después de las penurias de Europa de mitad de siglo. Los Italianos, Los Españoles, los Judíos, Los Portugueses nos entremezclábamos en esa recepción Central. Allí se empezaban a armar los planes de lo que serían las próximas dos semanas. Allí me reencontraba con mis amigos del colegio. Allí empezaban dos semanas de semi independencia en ese lugar bendito, majestuoso, de clima perfecto y aire puro, donde cabíamos todos sea cual fuera nuestro origen. Éramos felices (y si lo sabíamos).
Estacionábamos en frente de uno de los 3 edificios La Niña, La Pinta o la Santa María donde nos hubiese tocado nuestra habitación de esa temporada. Los cuartos eran incómodos y precarios con camas viejas y ruidosas de mas de 20 años, colchones hundidos, muebles básicos de madera rayada y fórmica resquebrajada y una ventana de aluminio color cobre que se abría completa y lateralmente (si no estaba atascada) para mostrarnos en toda su majestuosidad "El Malecón" al final de la playa mansa. La ventana sabía a salitre (créanme, sabia a salitre, la probé muchas veces durante mi niñez). Un teléfono para comunicaciones internas que generalmente no funcionaba, sábanas duras y almidonadas, almohadas de plumas desplumadas, ducha con poquita agua caliente y jabón del más barato que dejaban las señoras que limpiaban los cuartos. No importaba y sobre todo no nos dábamos cuenta. Estábamos deslumbrados de estar allí.

Vista desde las habitaciones. Atrás el malecón.

La Recepción Central casi sin gente.

El jaboncito barato. (Foto cortesía página Puerto Azul por siempre)


El desayuno al día siguiente, siempre en la cafetería “El Balandro” era simple, maravilloso y muy barato y era servido en platos de plástico viejo reusables y de color verde pastel que llevábamos en una bandeja marrón oscuro y que siempre estaban sudadas y calientes. Huevos fritos o en perico (revueltos con tomates y cebollas), queso blanco a la plancha, pan francés, platos inmensos de tocineta (irresistibles por cierto hasta para muchos que “i que” no comían cochino), coquitos, suspiros, Yougurt "Yoka" de ciruelas pasas, panquecas, Rikomalt o Pancho de chocolate de bebida y los más importante: cachitos (tipo croissants pero criollos) y unas donuts locales y endémicas que allí se llamaban “roscas”. Las roscas eran fritas y estaban cubiertas de azúcar, calorías y felicidad. El día continuaba en el pingpong como de 9 a 11 o hasta que el sudor profuso y el calor nos ahuyentara y nos obligara a irnos a la playa o a la piscina a encontrarnos con los flojos que se levantaban tarde o con los aprendices de pescadores de carrete en mano que madrugaban para pescar catacos en el muelle 3 y también, por supuesto, con las chicas. En la playa Oceánica (que tenía un olor característico de uva de playa pisada), desafiábamos las olas inmensas de las que no se como sobreviví (una vez casi me ahogué y me tuvo que sacar un salvavidas que me salvó no sólo a mí, sino al Sr. Spirgel QEPD, que se lanzó a salvarme y también se estaba ahogando) oíamos música en reproductores de casete que requerían de pilas Rayovac y que duraban sólo como media hora cuando ya empezaban a descargarse, o conversábamos de lo mismo que conversábamos en el colegio y que es lo mismo que converso hoy en día por teléfono con exactamente los mismos amigos. En la piscina olímpica o en la innovadora piscina “de espejos” nos sacábamos la sal, y de vez en cuando los no cobardes saltaban de los trampolines más altos (Yo pertenecía al grupo de los cobardes). Como a eso de las 4 de la tarde, los más atléticos y esbeltos se iban a hacer ejercicio: barras, paralelas, abdominales, flexiones. Yo no pertenecía (ni pertenezco) a ese grupo. Después de “reportarme” con mis padres, esos 5 minutos donde desaparecía la independencia de Puerto Azul y manifestábamos que efectivamente no nos habíamos ahogado y de paso nos daban plata para la cena y todo lo demás, yo me iba a jugar bowling y de vez en cuando una partida de futbolito, volibol, póker o billar.

Roscas y cachitos del desayuno de la Cafetería "El Balandro"

(Foto cortesía de Marian Rieber)

La piscina olímpica. Atrás los trampolines para los no cobardes.

La piscina de los espejos.

En el billar con suerte, conseguiríamos una mesa libre, y con mucha más suerte, nos conseguiríamos con el Señor Guerra. El señor Guerra, que no se si se llamaba Carlos, José, o no tenía primer nombre porque todo el mundo le decía Señor Guerra, era un tipo sesentón, pequeño, flaco, y con lentes rectangulares. Vestía siempre igual: pantalones negros, guayabera de lino azul clara y en el bolsillo izquierdo su cartelito enganchado con un alfiler que decía “Gerente General-Club Puerto Azul”. Era un tipo temido, de pocas palabras, de bigotes cortos tipo Cantinflas , un poquito más poblados pero sin gracia ni chiste de ningún tipo. El señor Guerra guardaba un gran secreto que mis amigos y yo y otros muy poco conocíamos: Era un maestro, un artista, un profesional de lo más exquisito en el juego de billar. No del billar gringo, multi colorido de 15 bolas y de mesa con seis huecos. No. Guerra jugaba el billar tradicional de 3 bolas, una roja, una blanca, y una blanca con un punto negro, en una mesa grande sin huecos. Junto a su amigo, o su más feroz contrincante, “Paco”, no se que eran, porque no se decían más nada sino “te toca a ti” y siempre en la mesa que estaba a la izquierda de la entrada al billar, jugaban unas partidas feroces del billar de carambolas, que consistía en la simple tarea de pegarle con la bola blanca, o la blanca con punto negro, dependiendo cual había escogido al principio del juego que sería su bola, a las otras dos. El arte de este juego simple, intenso y preciso, no estaba en hacer la carambola, sino en dejar las bolas preparadas y cerca una de las otras para poder hacer la siguiente hasta que se fallara. Guerra nos dejaba a mis amigos y a mí, aprendices de billaristas ,siempre con el acuerdo tácito que no preguntáramos ni interrumpiéramos, que nos sentáramos a observar como jugaba, cómo le daba los efectos y chanfles a las bolas, como hacía una, dos, diez o treinta carambolas seguidas. Aprendimos tanto del Señor Guerra, que mis amigos y yo en algún momento llegamos a ser bastante buenos y hasta nos hicimos socios de un club de billar en Caracas, “el Billar de Oro” que quedaba encima del cine Radio City al final del bulevar de Sabana Grande.

Pasillo que iba desde el Bowling hasta los vestuarios. El billar quedaba a mano izquierda.

Todo esto era el preámbulo de las actividades de la noche, que generalmente consistían a nuestros cortos 13 años, en ir a cenar al restaurante del bowling, aquel templo donde Manolo el camarero de siempre sudaba profusamente mientras atendía las mesas, un perrito bolichero (perro caliente a la plancha con papas fritas), un pollo a la canasta, un hotfudge de postre, jugar más bowling, y tratar de entrar en el cine a ver a la película censura B de las 9 pm para la que había que haber cumplido los 14 para poder entrar. Usábamos una fotocopia borrosa de la cédula mal falsificada que algunas veces funcionaba y engañaban al portero y otras no y llevábamos gomitas o carlotinas , golosinas compradas en el “Shop”, la tienda de los Alemanes también inmigrantes que tenía un aire acondicionado fuertísimo y un olor intenso al plástico de los salvavidas inflables que vendían y que colgaban por todo el techo.. Luego yo me iba a saludar a mi abuela Rita QEPD a las cartas, donde ella orgullosa de su nieto que la visitaba, me hacía besar a cada una de sus amigas del Remy: Nuscia, Ruya, Bluma, Malka. Luego de la procesión (y de las marcas de pintura de labio en mi cara) abría su cartera y me daba una moneda de 5 bolívares si iba perdiendo o un billete de 10 si iba ganando. Luego nos íbamos a caminar al malecón a tomarnos una cerveza clandestina con tequeños de queso amarillo que comprábamos en el bar del farito y que nos vendían sin ningún problema, para seguir hablando de lo que hablábamos en la tarde, que es lo mismo que hablábamos en los pasillos del colegio y que es lo mismo que seguimos hablando por teléfono hasta hoy en día. A veces en vez de cerveza se coleaba una botella de vodka o de ron, y ya cuando éramos más grandes (y más aprendices de borrachos) botellas de guarapita compradas en el bar Miami. Pero ese diciembre de 1982 fue diferente: Eduardo que siempre fue más precoz, audaz y atrevido que todos (y tenía el pelo más lindo también con buen corte y de paso secado con secador con raya en el medio al estilo Travolta) había trasgredido la frontera del bowling y del perrito bolichero y había conocido a Elizabeth, una niña hija de italianos que sólo hablaban en Italiano trancado con ella y que tenía nuestra misma edad. Elizabeth era linda, lindísima. Rubia, de pelo largo y suelto, como en la poesía de Martí, tenía los dientes perfectos, los labios carnosos y la piel melocotón bien bronceada del sol caribeño. En ese diciembre de 1982, nosotros, los no tan lindos, recién estirados y medio deformes por la pubertad repentina, expertos en bowling, en billar y pollo a la canasta pero no en esos menesteres, estábamos invitados a la función: Eduardo y Elizabeth se citaban siempre después que ya estaba oscuro y se sentaban en un banquito, frente al golfito, a besarse por largo tiempo. Nosotros, escondidos entre unos matorrales con vista al banquito, los veíamos descubrirse y saborearse el uno al otro, queriendo mucho ser Eduardo y también en el fondo, un poquito dando gracias de no serlo para no tener que estar en la situación de tener que hacer lo que no sabíamos hacer.

El Malecón

A la mañana siguiente, nos levantábamos para repetir el ciclo de las roscas, la playa, el bowling, el cine y la función en vivo del amor adolescente.
Esas vacaciones terminaron dos semanas después, a principio de Enero de 1983, con la vuelta en carro a Caracas, con mi casete TDK recién grabado de Perales y que escuchábamos una y otra vez:

Y pasamos tanto tiempo esperando la cigüeña
Y por fin se presentó a la hora de la cena
Y un chiquillo nos dejó, y luego fueron dos y
Luego en fin, la, la, a quien le importará
Lo que pasó, ya ves, a quien le importará.?




Volvíamos al caos de la ciudad de matices cambiantes, al colegio y a los pasillos, a conversar lo mismo que en la playa, lo mismo que en el colegio antes de las vacaciones, y lo mismo que hasta hoy en día seguimos conversando cuando nos reencontramos, por teléfono o en los grupos de Whatsapp. La historia de Puerto Azul, el club bendito y majestuoso de mi niñez y adolescencia donde aprendimos del amor, la independencia, la amistad y lecciones de vida irrepetibles. A quien le importará?





lunes, 31 de enero de 2011

A la orilla de la chimenea (Y del Orinoco)

La suerte estaba echada.  Joaquín Sabina terminaba los versos de la canción “A la orilla de la chimenea” que el mismo definiría “como una canción de amor a un personaje concreto”, para entregársela  Antonio García de Diego y Pancho Varona, sus manos derechas a la hora de ponerle música a muchas de sus ambiciosas letras. Al mismo momento,  mi mano derecha, no menos ambiciosa, se ocupaba, a turbinazo limpio, de terminar la infinidad de requerimientos necesarios para finalmente poder optar al sorteo donde se definiría cómo, dónde y cuándo  iba a pasar mi último año de carrera odontológica.  La Facultad de Odontología de la Universidad Central de Venezuela requería que sus estudiantes antes de poder egresar, tuvieran la experiencia “del mundo real”, en las llamadas Pasantías Extramurales (supongo que haber estudiado intramuralmente bajo constantes bombas lacrimógenas con pacientes entrenados en el arte del “baje de escaleras supersónico”,  el “ paño avinagrado a los ojos y la nariz para que no picara tanto”, las constantes huelgas y paros indefinidos y  la carencia de materiales dentales por falta de presupuesto eran  más bien protagonistas de un cuadro surreal de Salvador Dalí, de que de lo que habíamos vivido los 4 años anteriores).  Tenía 22 años, la edad de comerse al mundo y de cómo diría José María Cano “probar el río con los dos pies “y  la revista” Hola” no me andaba buscando para reseñar mi vida sentimental  (que  había sido truncada definitiva y punzo penetrantemente después de 3 años,  sin mi consentimiento).  Vivía en mi casa con mis padres y mis hermanas sin muchas preocupaciones y responsabilidades,  mas que ir a la Facultad y volver para encontrar comida hecha y ropa lavada y mi posesión más preciada era una guitarra Luis Goya de Estudio que me había comprado en Madrid en un viaje de mochilero y que me había costado $700 que me  había ganado dando clases particulares de matemática (porque clases de caries e inflamación periodontal  no podía dar a domicilio).  Así que como era lógico y con un espíritu aventurero emprendedor infinito que me llevaría a conocer mundos lejanos, ciudades perdidas y aventuras nunca vividas, hice lo que cualquier persona en mi condición y circunstancia hubiera hecho:  escoger una pasantía extramural  cerquita a mi casa en Caracas que me permitiera seguir disfrutando mi comida rica, y caliente, mi ropa lavada y doblada, mi tele con parabólica recién montada y todas esas cositas y comodidades que mantendrían mi “status quo”.   Para qué carajo irse al Amazonas, la pasantía más deseada por mis compañeros y vivir cinco meses en la selva ayudando a comunidades indígenas? O para qué pasar el guayabo en la pasantía de  Cariaco, al oriente del país con sus hermosas playas? Y así, mientras Varona y García de Diego le ponían la música a la letra de Sabina, yo quedaba escogido para practicar mis habilidades manuales y conocimientos en el diagnóstico, tratamiento y prevención de las enfermedades que afectan a los dientes y a los tejidos adyacentes de la cabeza, cuello y la cavidad oral,  en Panaquire, a patica de mingo (expresión que significa “cerca”, para mis lectores no venezolanos) de mi casa en Caracas. Si no iba a ir a venir todos los días, por lo menos los fines de semana por los próximos  cinco meses seguro estaría en mi casa.

Puedo ponerme cursi y decir
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
y si quieres también
puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino...

o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.

La emoción del Status Quo duró aproximadamente 5 minutos después del sorteo extramural.  Una compañera a quien apodaban “Piolín” se me acercó con lágrimas en los ojos: “Ricardo, tengo que hablar contigo. Quedé en la pasantía de Pariaguán, tú sabes,  al sur del Estado Anzoátegui. Hace dos días me entere que estaba embarazada y no quiero estar tan lejos de mi casa. No puedo pasar cinco meses en un sitio tan remoto donde pueda ser que no tenga acceso a mis controles médicos. No te importaría…?
Y así,  el trueque que definiría mi vida de allí en adelante quedó consumado.  En cinco minutos, el caballo del destino,  se había comido al peón de lo predecible, dejando al rey  desprotegido y vulnerable al  jaque mate impredecible.  Viajaría con 22 compañeros (17 mujeres, 5 hombres) a Pariaguán, en la faja petrolífera del río Orinoco al sur del estado Anzoátegui, donde la Universidad Central de Venezuela  tenía un convenio con Maraven, una de las empresas de petróleo de esa época encargada de explotar la faja. La universidad ponía el recurso humano (nosotros), Maraven ponía el alojamiento,  la logística y los recursos materiales. Mi compañero (y futuro hermano de la vida) Manuel la Rosa, con su cd recién horneado y con celofán intacto, Física y Química de Joaquín Sabina, le ponía la banda sonora.  Andreina Castro, una de las diecisiete,  me pondría bajo una jupá en la sinagoga de la Unión Israelita de Caracas,  mi anillo de matrimonio 7 años después.





(NOTA: POR CUESTIONES DE COPYWRIGHT CON YOUTUBE, HAY PAISES DONDE EL VIDEO NO SE PUEDE VER. AQUI LES DEJO UNA VERSION CON MENOR RESOLUCION)








Puedo ponerme humilde y decir
que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir:
"toma mi dirección cuando te hartes de amores
baratos de un rato... me llamas".
Y si quieres también
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adiós y tu ven,
tu manta y tu frío,
tu resaca, tu lunes, tu hastío...
o tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda.
y si quieres también
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe,
tu noche y tu día,
tu rencor, tu por qué, tu agonía...

o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
La pasantía consistía en el centro de operaciones, Pariaguán (población aproximada de 30000 personas), con su casita donde cabíamos los 22, y su pequeña clínica a 20 metros de la casa, “el servicio odontológico”, donde trabajamos desde las 8 hasta las 5, atendiendo pacientes del pueblo bajo la supervisión de un odontólogo ya graduado que sólo estaba en las mañanas. De allí se organizaban las penetraciones hacia centros al sur del estado,  aún mas rurales, los pueblos de Uverito, Santa Cruz del Orinoco y Mapire, donde pasábamos una semana en sub-grupos y trabajábamos de manera totalmente independiente.

En Mapire, un pueblo (un re-pueblo como yo le decía) a dos horas al sur de Pariaguán a las orilla del rio Orinoco,  “La luz” no había llegado (pero si la Pepsi cola y la cerveza Polar que había por todas partes). Había una planta eléctrica que se prendía en la mañana para el pueblo y para el servicio. Las vacas caminaban por las calles, las neveras funcionaban con bombonas de gas (yo siempre pensé que el gas era para hacer fuego, no para hacer frio),  la cerveza  se consumía de desayuno, almuerzo y cena, y había un restaurante de pescado (bueno…restaurante es un eufemismo…digamos que había una fritanga) a la orilla del río cuyo chef master seguro había sido entrenado en Nueva York, porque el restaurante sólo estaba abierto en el verano, al estilo de los más grandes restaurantes gourmet.  En el invierno, cuando el nivel del agua subía, el restaurante desaparecía sumergido en el Orinoco, para reaparecer la siguiente temporada. Allí en Mapire adopté a un perro callejero, a quien bauticé “Pachi” y a quien lógicamente no me podía traer de vuelta a Caracas cuando terminó la pasantía. Les juro que el perro al intuir mi partida para siempre cuando me monté en mi carro, corrió detrás de él hasta alcanzarlo y montarse en el techo, para no dejarme ir. Nunca me olvidaré la imagen por el espejo retrovisor.  Y después dicen que García Márquez inventó el realismo mágico. Sin duda que el realismo mágico fue inventado en Mapire. Soy testigo.
Pero la realidad es que la verdadera pasantía de Pariaguán y sus alrededores ocurrió cuando no estábamos trabajando. No hay duda que odontológicamente la experiencia fue inigualable, porque teníamos que decidir de manera totalmente independiente y muy precaria como resolver problemas dentales.  Pero la verdadera pasantía para mí fue la humana.  En primer lugar porque allí conocí a quien es hoy en día (20 años después) a mi mejor amiga, mi cómplice en la vida, mi otra mitad y la mamá de Arianna y Gabriel. Quién se hubiese imaginado cuando Andreina y yo asistimos un parto en el hospital del pueblo, ayudando a nuestros colegas los pasantes de medicina, que después haríamos juntos el parto de nuestros hijos.






En segundo lugar porque el Física y Química de Joaquín Sabina no sólo estaba presente constantemente como fondo musical en los largos viajes hacia las penetraciones en el Fairlane 500, 1977 que mis padres me cedieron cuando cumplí 18 años y que me pintaron, para que pareciera nuevo,  de un color que ellos nombraban “gris ratón” (lo que no le dijeron al pintarlo, era que el color era en realidad “gris ratón de funeraria”) con techo de vinil negro.  (Sospecho que mi primera novia me dejó en parte porque no soportó ser vista una vez más en tan horroroso automóvil), sino que la Física y Química se hizo presente en la cantidad de enlaces orgánicos y la ley de gravedad de quienes estuvimos allí bañándonos en morichales en la madrugada, jugando partidas eternas de dominó, bailando y cantando en el “Rincón Llanero” de la fallecida Bestalia, ordeñando vacas y haciendo queso cuando nos invitaban a las haciendas de algunos de los pobladores, y asistiendo a las ferias y a los toros coleados. Amistades eternas, recuerdos inolvidables y un cariño inmenso que compartiremos para siempre los 22.  Y finalmente porque definitivamente después de Pariaguán crecí inmensamente como persona, haciéndome mucho más sensible y cercano a la realidad humana.

Desde esa pasantía de 1992, Joaquín Sabina pasó a ser de mis cantautores de cabecera. Junto a Silvio Rodríguez, en mi opinión,  no existe en el mundo de habla hispana nadie con la genialidad de estos dos. Si Silvio es más “enredado” de entender, Sabina es un mago del idioma español.   Dice Javier Menéndez Flores, biógrafo de Sabina (me he leído muchos libros acerca de Sabina); “Joaquín Sabina es uno de los escritores de canciones en español más heterodoxos y lúcidos que existen. Alguien capaz de aunar en su repertorio temas en clave rock que enganchan a aquellos jóvenes a quienes la vida no ha conseguido aún desencantar, y baladas que logran conmover a un público maduro, crítico y sensible que sabe apreciar en sus textos el talento literario de un aventajado discípulo de Quevedo, cuya espada es la suma de una afilada lengua y una preclara cabeza. Flaco, ateo, escéptico, irónico, tímido, provocador, exultante, ciclotímico, calavera, tramposo, entrañable, realista y soñador, Sabina es el más notorio ejemplo del hombre que se resiste a envejecer, del salvaje ilustrado que se niega en redondo a civilizarse.”

Manuel, Andreina y yo nos prometimos en Pariaguán ir alguna vez juntos a un concierto de Sabina. Estuve cerca varias veces, la última vez en España, en su gira con Serrat, en un concierto en Pamplona mientras yo estaba en Barcelona de vacaciones,  pero siempre algo impedía que yo fuera a un concierto de Sabina.






Finalmente el  15 de mayo del 2010, el sueño se hizo realidad.  Volamos desde lugares muy distantes y nos encontramos por un fin de semana en San Juán de Puerto Rico donde Joaquín estaría con su gira Vinagre y Rosas.








Pancho Varona (la mano derecha de Sabina que mencioné antes, autor de la música de muchas de sus canciones y guitarrista en los conciertos), a golpe de tecla gracias a Facebook,  después de oír parte de nuestra historia nos invitó cariñosamente a la prueba de sonido antes del concierto, a la que unos guardias mequetrefes no nos dejaron entrar.  Pero si nos vimos minutos antes de que empezara el concierto y compartimos un par de horas después tomándonos una cerveza.


Pancho nos trajo un pequeño obsequio de parte de Joaquín, un platito con un dibujo y una dedicatoria que dice: “
Para Ricardo y Andreina, desde lejos, Sabina”





Lo que él no sospechaba es que la suerte estaba echada hacía veinte años  cuando él escribía la letra de  “A la orilla de la chimenea”, Pancho Varona y García de Diego le ponían la música y el trueque definitorio de mi vida ocurría en un aula de la Facultad de Odontología de la Universidad Central de Venezuela.






martes, 11 de enero de 2011

Y verás que la tristeza va cambiando de color

Nunca me ha molestado cuando mi esposa declara a toda voz:
“Ricardo, pareces un niño de 4 años” cuando en su afán de perfeccionarme para
llegar al nivel de madurez que ella ha llegado, trata de corregir ciertos
detalles de mi conducta. Yo, en vez de molestarme, celebro secretamente  a mis 41 años que mis rasgos infantiles, sean
un secreto a voces por lo menos para ella. (Menos mal que fenotípicamente esto
no es tan notable; no creo que mis pacientes apreciarían que un chamo de 4 años
les esté haciendo un tratamiento de conductos). Pero yo lo confieso aquí: Yo me
siento más como si estuviera en el colegio jugando beisbolito (juego legendario
de beisbol en el colegio donde estudié, que se juega sin guante, ni bate, con
pelota de tenis,  sobre un estacionamiento
asfaltado) que como un padre de familia de barba un poco canosa con crisis de
la mediana edad.


Estos rasgos infantiles vienen por supuesto “con todo” como
los perros caliente que me comía en la plaza Venezuela para almorzar cuando
estudiaba en la Universidad Central en Caracas: bromitas y chistecitos
infantiles, discusiones con mis hijos “a su nivel” (esto según mi esposa,
también), dieta no apropiada y causante de mi barriga (que rico es chuparse una
ovomaltina, no?) y por supuesto música. Soy fanático de la música infantil
desde siempre. Según mi  mamá yo cantaba
20 canciones completas con menos de dos años (pónganle un 30% de exageración
maternal). Con Sopotocientos como comenté en la primera entrada del blog
descubrí que la música infantil puede ser inteligente al mismo tiempo. Esto se
afianzó en mis años de primaria con mi profesora de música en el colegio, la
Morah Alicia (prometo hacer una entrada al blog de esta época), que nos enseñó
canciones de María Elena Walsh (por cierto fallecida el día de ayer, QEPD) una
escritora de canciones de Argentina, pionera de la canción inteligente
infantil. A la Morah Alicia la importamos de Argentina a Caracas en los
setentas y ella nos presentó a  Manuelita,
la tortuga que vivía en Pehuajó, Osías el osito mameluco, el reino del revés  y muchas otras canciones infantiles de las
“buenas, buenas” (así dice mi amigo Samuel Szomstein cuando algo lo emociona,
cosa que se me ha pegado últimamente).


Así que no sería de extrañar que al hacerme papá (para esta
tarea pude demostrarle a mi esposa que ya no soy tan niño),  yo en vez de contarle cuentos a mis hijos para
dormirlos, les cantara canciones con la guitarra. Eso sí, sólo de las buenas,
buenas. Entre ellas, una canción impactante con un mensaje eterno que descubrí ya
de grande en la voz de una cantautora y trovadora cubana extraordinaria, Liuba María
Hevia que aparte de tener unas canciones propias increíbles, tiene varios
proyectos de discos para niños.


En una palangana vieja
sembré violetas para ti.
Y estando cerca del río
en un caracol vacío
cogí un lucero para ti.

En una botella rota
guardé un cocuyo para ti.
Y en una cerca sin brillo
se enredaba el coralillo
floreciendo para ti.

La canción,  que se
llama “Lo feo”,  fue escrita por Teresita
Fernández (Santa Clara, Cuba 1930), contemporánea de María Elena Walsh y
similar en esto de hacer canciones para niños con mensajes de adultos. Ella es
toda una celebridad en Cuba y varias generaciones han crecido con sus
canciones.

Comienza con las dos estrofas anteriores, donde la autora
nos da la clave de lo que va a ser la canción, de acuerdo al viejo refrán: “Todo
depende  del cristal con que lo mires”

En un torno dramático, nos presenta la tercera estrofa,
donde hasta la muerte, puede ser vista de una manera diferente, quizás hasta
hermosa y en tono celebratorio, dependiendo de cómo la veamos:



Alita de cucaracha
llevada hasta el hormiguero.
Así quiero que en mi muerte
me lleven al cementerio.
A mí personalmente esta estrofa me impacta.  En primer lugar, por el atrevimiento de la
autora de utilizar la palabra “muerte” y “cementerio” en una canción infantil.
Segundo, porque me imagino su funeral, en donde seguro será llevada en hombros
hasta su lecho final con un coro de dolientes cantando la canción. Y tercero,
reiterando mi idea anterior, porque nos presenta el cuadro de un entierro como
algo que puede llegar a ser hermoso.
Silvio Rodríguez escogió cantar esta frase en un disco
homenaje que cantautores cubanos le hacen a Teresita (se llama “Vamos todos a
cantar). Supongo que a él también le impacta la estrofa.

Basurero, basurero
que nadie quiere mirar
pero si sale la luna
tus latas van a brillar.


Y por último la estrofa que nos presenta el mensaje claro de
la canción, el mensaje universal, el que le quiero dejar a mis hijos y a
ustedes queridos lectores.


A las cosas que son feas
ponles un poco de amor
y verás que la tristeza
va cambiando de color.


Como les dije, esta canción fue protagonista de muchas
noches cantándole a mi hija Arianna y luego a mi hijo Gabriel cuando los
acostaba a dormir, en cantadas en la casa con amigos y en general cada vez que
agarraba la guitarra. En una de esas noches, tomando vino junto con amigos en
la sobremesa yo cantaba la canción, y Arianna con unos 4 años se acercó y
empezó a cantarla con nosotros. Todos quedamos anonadados.  Confieso que hasta ese momento yo no sabía que
Arianna podía cantar tan afinada y tan lindo. Esto dió pauta para que me
trazara en un proyecto casero que se llama “Arianna canta con papi” y en el que
hemos grabado algunas canciones de éstas, de las buenas, buenas.



Lo feo fue la primera canción que grabamos juntos hace unos
6 años. No sabía cómo usar el aparato para grabar (todavía no sé), pero la
intención es tener el recuerdo de una canción hermosa con un mensaje también
hermoso.

Bueno allí les dejo la versión del “Arianna canta con papi”.
Espero que la canción pase a formar parte de vuestro repertorio (de la vida)



viernes, 31 de diciembre de 2010

El zumo noble, verde (y rebelde) del limonero que está en el patio

Siempre me han gustado las entrevistas faranduleras de cuestionarios rápidos, donde el entrevistado debe contestar, en una frase o una palabra a una batería de preguntas tipo: un héroe, una frustración, un olor, un artista, el temor más grande, etc. No son intelectualmente envolventes ni profundamente conmovedoras, pero dan una versión instantánea del entrevistado, digamos que como un Nescafé, que no es un espresso italiano, pero no por eso deja de ser sabroso. Una versión más poética del asunto, viene con la famosa pregunta: Un cataclismo, un diluvio, y tú sólo puedes salvar un libro, una canción, una persona, etc. Que salvarías? Y aunque Google no está corriendo el cuestionario, ni yo soy un barista experto en granos de café arábigo, me voy a permitir contestar la pregunta que nadie me ha preguntado, pero que siempre quise contestar:
Si hubiera una canción, sólo una, que quisieras que tu hijos y tus nietos cantaran, que quisieras conservar en el disco duro de la memoria colectiva del mundo hispano parlante, cual seria? La canción perfecta, de música y letra inolvidables y conmovedoras, la canción que huela, sepa, sienta, dibuje, coloree, y me haga flotar, y que pueda oír una y mil veces?

A tu regreso verás al viento
lamer la tierra de los caminos
y de un vistazo verás el trazo
de los insectos bordando el aire.

Y el oro en polen, maduro y fino,
del corazón de las margaritas
y los aromas recopilados
que te esperaron por luengos años.
Con estas palabras empezaba “A tu regreso” una canción que me hipnotizó por allá a mediados de los años ochenta. Recuerdo que estaba en casa de mi abuela que vivía en el mismo edificio que yo, y ella estaba viendo una novela por la tarde en Radio Caracas Televisión, la misma estación de televisión que el gobierno de Hugo Chávez no quiso renovar su licencia de transmisión hace un par de años. Era el tema introductorio de la novela Primavera. La voz: Cecilia Todd, una cantante venezolana, claramente beneficiada en ese momento por una bendita ley que sustituyó la del “ta barato dame dos” de la Venezuela Mayamera, donde todo lo “gringo” e importado era lo bueno, por una matemáticamente diferente, el 1x1. La ley consistía en darle igual oportunidad en los medios de comunicación a las canciones criollas que a las importadas y así de esa manera, cada canción de Michael Jackson, debía ser balanceada con una hecha en Venezuela. Así surgieron Ilan Chester, Franco de Vita, Yordano di Marzo, Ricardo Montaner y esta combinación maravillosa de Cecilia Todd con un autor de canciones totalmente desconocido para mí hasta ese momento, el Maracayero, Henry Martínez, un Médico Cirujano de profesión, armado de un bisturí poético y musical impresionante.
A tu regreso tendrás la sombra
“fresquirredonda” de los laureles,
verás la bora blanca y fluctuante
que se vacila sobre los pozos.
Y el zumo noble, verde y rebelde
del limonero que está en el patio.
Y por las noches la brisa fina
que se entretiene peinando palmas.
Cecilia lo introduce en un concierto en vivo de aquella época como el “autor de canciones que tiene revolucionada la música y la poesía en Venezuela” Yo agregaría que Henry Martínez es el autor de canciones en Venezuela más importante de todos los tiempos junto a Simón Díaz, no en fama, pero si en la calidad y calidez de sus composiciones.
He intercambiado un par de emails con Henry gracias a Facebook que nos hizo “amigos”. Allí le agradecí por haber escrito esta magnífica canción y le comenté que a mí siempre sus canciones me han olido a domingo por la mañana. Estuve a punto de escribirle de nuevo para que me comentara un poquito más de esta canción, de las circunstancias en que fue escrita y compuesta, pero después me dije que seria mejor describirla en el tono personal de haberla escuchado y re escuchado por más de 20 años.
A tu regreso traerás aquel
pedazo de algo que estuvo ayer
tumbando mangos como a las tres,
chupando caña y robando miel.
A tu regreso traerás aquí
lo que llevaste dentro de ti,
la luna llena como un melón
y de la vida nuestra razón.
La canción es definitivamente una canción de amor y de ausencia. No se si de amor de una novia, de una madre, de todo un pueblo, pero si del sentimiento de amor profundo obsesionado por la nostalgia y sensación de vacío ante una falta prolongada . Henry es un experto en envolvernos en ese mundo inerte, paralizado en el tiempo y finalmente de esperanza ante “el regreso”. En uno de mis versos preferidos, nos humaniza a un árbol de limón. Yo lo siento como un señor con sombrero y bastón, cuya esencia “noble” ( que adjetivo tan grandioso para describir un jugo de limón, no?), “verde” y adolescentemente“rebelde”, como diciéndonos que a pesar de la ausencia, todavía nos satura la boca de saliva.
Los cinco sentidos se hacen presentes. Los insectos bordando el aire, la caña de azúcar saboreada y la miel robada, la brisa fina peinando palmas (no sienten el aire en sus mejillas?). Yo le agregaría un sexto sentido, ese que hace que la canción se eleve hasta la estratósfera de las grandes canciones.
A tu regreso verás cocuyos
que no se apocan a las estrellas
y el humo alegre de los fogones
rojeando brasas por tu llegada.


Creo que en este párrafo está la esencia del por qué todas las canciones de Henry me huelen a Domingos. La genialidad de Henry, nos convierte un adjetivo en un verbo en gerundio: “rojeando” brasas por tu llegada. En mi casa se “rojeaban” brasas (carbones naturales no industriales, como esos que vienen ahora que todos son de la misma forma y tamaño) los domingos, cuando llegábamos como a la una de la tarde después de haber sellado el famoso cuadro de 5 y 6 (El 5 y 6 es un juego de apuestas de carreras de caballos tradicional venezolano de domingos por la tarde al cual mi papá y yo éramos aficionados).
Y en las auroras un cielo urgido
robando azul a los azulejos
que abandonaron a los naranjos
cuando te fuiste hace diez años.

Quizás la estrofa mas conmovedora de toda la canción, donde la nostalgia de todo lo que se perdió por la falta física del personaje, se ve reflejada en un cielo que lucha por ser azul y no lo puede ser y que por ende tiene que romper con la ley para robárselo a los azulejos. Estos a su vez abandonan a los árboles de naranjas desde hace una década. Qué tristeza!, y qué manera de hacer erizar la piel en cuatro oraciones. Qué manera de condensar el sentimiento colectivo, no sólo humano sino de toda la naturaleza que puede causar la ausencia de un ser querido. Qué manera de hacer de una acuarela, una canción.
Pero todo este arte de Henry es sólo la mitad de la historia. Cecilia Todd es en mi humilde opinión la cantante venezolana con mejor voz y una de las mejores voces de toda Latinoamérica. Su trayectoria como cantante de música tradicional venezolana es importantísima, grandísima y de un orgullo inmenso para todos los venezolanos. Pero hay algo indescriptible cuando la voz de Cecilia Todd se une a una composición de Henry Martínez. No hay nadie que interprete las canciones de Henry como Cecilia. Y cuando digo interpretar, no me refiero sólo a cantarlas. Cecilia saborea y exprime cada canción de Henry, extrayéndole la savia, la intención del poeta al escribirla. Yo lo reconocí instantáneamente cuando escuché A tu regreso, Nota, y Cuando me dejes, canciones legendarias de ese disco de los ochentas, y estoy seguro que ellos dos también. Siempre supe dentro de mi corazón, que Cecilia Todd y Henry Martínez se unirían para hacer un CD donde Henry escribiera todas las canciones y Cecilia las cantara. Hace unos años, engendraron uno que considero el más bonito de toda mi colección musical de miles de canciones: Cecilia Todd, Canciones de Henry Martínez. Esta entrada del blog es sólo un abrebocas. Otras canciones de ese CD, protagonizaran entradas en el futuro.
Como nota curiosa, una vez vi a Henry Martínez en un concierto a dúo con otra cantante venezolana, Luz Marina Anselmi. Le había visto acompañando en la guitarra a Cecilia, pero nunca cantando sus canciones. Por supuesto que A tu regreso fue interpretada, pero no sin antes darme un regalo que consideré personal: La canción tiene dos estrofas más que Cecilia nunca grabó (me da curiosidad saber por qué). Busqué las estrofas por años, hasta que otras artistas que han grabado la canción recientemente las sacaron del baúl:
A tu regreso veras la tumba
de los pilones que ayer usamos.
La reciedumbre de los horcones
que nos mantienen en pie la casa

Y los gallitos de los bucares
que recogías yendo a la escuela.
Y el rostro seco de los aljibes
que nos premiaban brotando el agua
Así que si algun día ven a un náufrago agitando las manos para ser rescatado de una isla solitaria con un disco de Henry y Cecilia en la mano, ya saben de quien se trata.
Si quieren saber mas de Henry Martínez pueden visitar su pagina web. Allí pueden descargar algunas de sus canciones: http://www.henrymartinez.org/

domingo, 19 de diciembre de 2010

Las breves cinturas, los amores cobardes y el misterio del polvo



Quizás debería empezar las entregas de este blog cronológicamente. Si Sopotocientos fue el primer disco que recuerdo haber escuchado, quizás debería seguir con otro disco de mi niñez que recuerdo con mucho cariño, un disco de Luis Aguilé que tenía dos canciones memorables, Manuelita la tortuga de María Elena Walsh y Pinocho. Pero eso sería como armar un rompecabezas con piezas con número por detrás como en el Kindergarten Blanca Nieves (después hablaré de esto). Aparte sospecho que Silvio Rodríguez va a ser protagonista de varias entradas del blog, así que “voy a salir de él” desde la arrancada. Y por qué Silvio? En primer lugar, porque en esto de hacer canciones con olores y sabores no existe nadie en el mundo de habla hispana que lo haga mejor. Silvio nos demuestra constantemente que la poesía es música y la música poesía y que ambas no son mutuamente excluyentes. En segundo lugar, porque cuento con el honor inmenso de su amistad desde hace muchos años (aunque no coincidamos en muchos aspectos, sobre todo el político). Una vez se lo pregunté directamente: Se puede admirar tu música sin compartir tu ideología política? Me contesto (muy astutamente): “Yo creo que sí. Hay mucha gente que comparte conmigo mi ideología política y que no le gusta mi música”. Por último, porque las canciones de Silvio y las de Joaquín Sabina (otro que sospecho participara por acá) forman parte de ese cliché que dicen por allí: “la banda sonora de mi vida”.
Creo que aprendí a tocar guitarra, entre otras cosas, porque quería tocar esta canción. Nunca me imaginé, cuando Dan Wohlstein y yo luchábamos con los dedos y las guitarras en su casa de Santa Sofía a finales de los 80, que sería una canción que iba a significar tanto para mí. Oleo de mujer con sombrero, es la única canción publicada que forma parte parte de una tetralogía de canciones de Silvio, “Tetralogía de mujer con Sombrero” que incluye: 1-Apología de mujer con sombrero, 2-Oleo de mujer con sombrero, 3-Detalle de mujer con sombrero y 4-Mujer sin sombrero. La canción está basada en un supuesto cuadro de Marc Chagall (Moishe Shagall, pintor Ruso 1887-1985, de origen judío, que se hizo famoso por sus cuadros que representan momentos de la Biblia entre otras cosas). Digo supuesto, porque nadie sabe cuál es el cuadro (ni el mismo Silvio lo sabe) .Todos los que adoramos esta canción lo hemos buscado por siempre, infructuosamente. Silvio describe en un casete pirata que tengo, que era admirador de Chagall, y que le encanto un cuadro en el que aparecía una mujer con un sombrero blanco con una pluma. Por la misma época se celebraban los carnavales de la Habana donde vió a una mujer con un sombrero con una pluma blanca que le gusto aún más.


Una mujer se ha perdido
conocer el delirio y el polvo,
se ha perdido esta bella locura,
su breve cintura
debajo de mí.
Se ha perdido mi forma de amar,
se ha perdido mi huella en su mar.

En este primer párrafo vienen dos bombazos. Confieso que la imagen de la “breve cintura” debajo de mí, la considero pornográficamente espectacular y hormonalmente inigualable. En segundo lugar, porque hace su aparición magistral “el polvo” (que también aparece en otra canción, Resumen de Noticias: “he preferido el polvo así, sencillamente pues la palabra amor aún me suena a hueco).
Se lo he preguntado dos veces en mi vida:
Silvio, qué significa el polvo en tu canción Oleo de mujer con Sombrero?
Ricardo, no es ese polvo que te estás imaginando, aunque no estaría mal.


Veo una luz que vacila
y promete dejarnos a oscuras.
Veo un perro ladrando a la luna
con otra figura
que recuerda a mí.
Veo más: veo que no me halló.
Veo más: veo que se perdió.



Una mujer innombrable
huye como una gaviota
y yo rápido seco mis botas,
blasfemo una nota
y apago el reloj.
Que me tenga cuidado el amor,
que le puedo cantar su canción.

Y ahora sí, el bombazo atómico. La estrofa de la canción de Silvio que ha conmovido a más de uno, que ha sido protagonista de más de una relación (incluyéndome), que aparece en llaveritos, tazas de café, franelas, u otros menesteres que venden en sus conciertos, y que en mi caso particular, está tallada en madera, colgada en mi estudio desde donde escribo estas líneas:


La cobardía es asunto
de los hombres, no de los amantes.
Los amores cobardes no llegan a amores,
ni a historias,
se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
ni el mejor orador conjugar.
Podría hablarles horas de los amores cobardes. Prefiero no entrar en esa cuestión de que la cobardía es asunto de los hombres y no de los amantes. Supongo que más de un lector acá se podrá transportar en su propio mundo, pensar en sus amores cobardes y sacar sus propias conclusiones.
La última dos estrofas vienen con la famosa referencia al cuadro de Chagall.


Una mujer con sombrero,
como un cuadro del viejo Chagall,
corrompiéndose al centro del miedo
y yo, que no soy bueno,
me puse a llorar.
Pero entonces lloraba por mí,
y ahora lloro por verla morir.


Siempre que escucho esta última estrofa, me transporto de nuevo a mi niñez, al apartamento del que les hable en la primera entrada. Para mí el cuadro de Chagall es un cuadro de un pintor español que vivió en Caracas en los 70. En mi casa de clase media no podían haber Chagalles, pero si había un cuadrito de Félix Mas. La foto es del día de Mi Bar Mitzvah, cuando tenía 13 años. Aparte de criticar al peluquero que me cortaba el pelo ( que falta de talento, no?) quiero que vean en el fondo detrás de mi hermana Karina, a mi Oleo de mujer con sombrero.
Ah y no crean que se me olvido. Quería dejarles la primicia mundial del “polvo” para el final. Con el permiso de mi querido Silvio, me permito reproducir su respuesta la segunda vez que se lo pregunté:
“Me refería al polvo que mentaba Quevedo cuando dijo: "Polvo seré, más
polvo enamorado", al polvo que hemos sido y al que volvemos”.
Abrazos, Silvio