domingo, 19 de julio de 2020

A quién le importará?

En 1982, La televisión en Venezuela por fin se veía en colores y nos vendía cosas en sus dos canales comerciales el 2 y el 4. En el 4 especialmente hacían muchas propagandas “del disco de moda”. La magia de ABBA, Thriller de Michael Jackson, y Entre el agua y el fuego de José Luis Perales. Al mismo tiempo, los colores empezaban a cambiarle a Caracas. La otrora “Ciudad de los techos rojos”, daba paso a las grandes construcciones de hormigón gris que revolucionarían el transporte, las artes y el ritmo de vida. El Teatro Teresa Carreño sería inaugurado al año siguiente con sus Sotos colgantes y la mejor acústica del mundo, nos decían. El ruido y el polvo que levantaba la construcción de la estación “Chacaito” que sería también inaugurada junto a la línea 1 del metro de Caracas al año siguiente (el más moderno del mundo, inspirado en el de París, no en el de Nueva York nos decían), escondían a Don Disco, mi tienda favorita, y la minimizaban a una puerta de vidrio detrás de un gran hueco de lo que sería la estación, y a la que había que llegarle pasando andenes inestables y peligrosos. Aun así, el Long Play nuevo de Perales me esperaba. Ansiaba poder cortar el celofán que despediría esa combinación de aromas de acetato, electricidad estática y tinta que despiden los discos nuevos recién abiertos; un placer y una adicción que por cierto hasta hoy en día conservo y por lo que sigo invirtiendo en discos a pesar de tenerlos a un click (y a unos cuantos dólares menos) de distancia. Una canción, “A quien le importará” destacaba para mí entre los 10 surcos. Su melodía era sencilla y pegajosa. Su letra simple, directa, sin metáforas ni desaciertos amorosos, invitaba a escucharla una y otra vez, y me acompañaría por el resto de ese año y también por el resto de mi vida hasta ahora:



Si te quiero o no te quiero, eso no le importa a nadie,
nos importa a tí y a mí y a lo oscuro de una calle,
donde un beso ayer te dí, y luego fueron dos...
Y luego en fin, la, la, a quién le importará
lo que pasó, ya ves, a quién le importará?


Foto de Puerto Azul a principios de los 80. Los edificios La Santa María, La Pinta y La Niña. Y la Recepción Central. Atrás el Mar Caribe.


Las vacaciones de Diciembre de ese año, como las de todos los años de mi niñez y adolescencia (menos uno en el que fuimos a Miami, embriagados por la ilusión de la Venezuela Saudita), ocurrían en Puerto Azul. Puerto Azul era un oasis. Un paraíso de sosiego en medio de una ciudad ajetreada . Un club social de playa de clase media, a una hora manejando desde Caracas y del otro lado de la montaña, donde el mar Caribe encontraba su orilla, donde “la brisa fina se entretenía peinando palmas” (Gracias Henry Martínez por tu bella metáfora), y donde yo y cientos de jóvenes Caraqueños, aprendimos del amor, la independencia, la amistad, la felicidad y lecciones de la vida que creo muy difícil se podrían dar en otro espacio y en otro tiempo.

En esas vacaciones de 1982, yo llevaba el casete TDK donde ya había transferido el LP de Perales en el equipo de mi papá, fanático de la música igual que yo. En el trayecto desde Caracas a Naiguatá escuchábamos las canciones en el carro que luego serían leyenda: Y cómo es él?, Canción de otoño y por supuesto…

Nuestra boda fue sencilla eso lo recuerdo tanto
Un ambiente familiar y de amigos tres o cuatro
Los curiosos del lugar y toda su familia
Pero en fin, la, la, a quien le importará
Lo que paso, ya ves, a quién le importará.?


El ritual se repetía. Llegábamos en la nochecita del viernes. La recepción central del club, iluminada y alegre, era preámbulo de lo que serian las próximas dos semanas. Abarrotada de gente contenta de estar allí, recibía a los Caraqueños de toda la vida y también a las familias Caraqueñas inmigrantes de no toda la vida, a la que Venezuela recibió con brazos abiertos después de las penurias de Europa de mitad de siglo. Los Italianos, Los Españoles, los Judíos, Los Portugueses nos entremezclábamos en esa recepción Central. Allí se empezaban a armar los planes de lo que serían las próximas dos semanas. Allí me reencontraba con mis amigos del colegio. Allí empezaban dos semanas de semi independencia en ese lugar bendito, majestuoso, de clima perfecto y aire puro, donde cabíamos todos sea cual fuera nuestro origen. Éramos felices (y si lo sabíamos).
Estacionábamos en frente de uno de los 3 edificios La Niña, La Pinta o la Santa María donde nos hubiese tocado nuestra habitación de esa temporada. Los cuartos eran incómodos y precarios con camas viejas y ruidosas de mas de 20 años, colchones hundidos, muebles básicos de madera rayada y fórmica resquebrajada y una ventana de aluminio color cobre que se abría completa y lateralmente (si no estaba atascada) para mostrarnos en toda su majestuosidad "El Malecón" al final de la playa mansa. La ventana sabía a salitre (créanme, sabia a salitre, la probé muchas veces durante mi niñez). Un teléfono para comunicaciones internas que generalmente no funcionaba, sábanas duras y almidonadas, almohadas de plumas desplumadas, ducha con poquita agua caliente y jabón del más barato que dejaban las señoras que limpiaban los cuartos. No importaba y sobre todo no nos dábamos cuenta. Estábamos deslumbrados de estar allí.

Vista desde las habitaciones. Atrás el malecón.

La Recepción Central casi sin gente.

El jaboncito barato. (Foto cortesía página Puerto Azul por siempre)


El desayuno al día siguiente, siempre en la cafetería “El Balandro” era simple, maravilloso y muy barato y era servido en platos de plástico viejo reusables y de color verde pastel que llevábamos en una bandeja marrón oscuro y que siempre estaban sudadas y calientes. Huevos fritos o en perico (revueltos con tomates y cebollas), queso blanco a la plancha, pan francés, platos inmensos de tocineta (irresistibles por cierto hasta para muchos que “i que” no comían cochino), coquitos, suspiros, Yougurt "Yoka" de ciruelas pasas, panquecas, Rikomalt o Pancho de chocolate de bebida y los más importante: cachitos (tipo croissants pero criollos) y unas donuts locales y endémicas que allí se llamaban “roscas”. Las roscas eran fritas y estaban cubiertas de azúcar, calorías y felicidad. El día continuaba en el pingpong como de 9 a 11 o hasta que el sudor profuso y el calor nos ahuyentara y nos obligara a irnos a la playa o a la piscina a encontrarnos con los flojos que se levantaban tarde o con los aprendices de pescadores de carrete en mano que madrugaban para pescar catacos en el muelle 3 y también, por supuesto, con las chicas. En la playa Oceánica (que tenía un olor característico de uva de playa pisada), desafiábamos las olas inmensas de las que no se como sobreviví (una vez casi me ahogué y me tuvo que sacar un salvavidas que me salvó no sólo a mí, sino al Sr. Spirgel QEPD, que se lanzó a salvarme y también se estaba ahogando) oíamos música en reproductores de casete que requerían de pilas Rayovac y que duraban sólo como media hora cuando ya empezaban a descargarse, o conversábamos de lo mismo que conversábamos en el colegio y que es lo mismo que converso hoy en día por teléfono con exactamente los mismos amigos. En la piscina olímpica o en la innovadora piscina “de espejos” nos sacábamos la sal, y de vez en cuando los no cobardes saltaban de los trampolines más altos (Yo pertenecía al grupo de los cobardes). Como a eso de las 4 de la tarde, los más atléticos y esbeltos se iban a hacer ejercicio: barras, paralelas, abdominales, flexiones. Yo no pertenecía (ni pertenezco) a ese grupo. Después de “reportarme” con mis padres, esos 5 minutos donde desaparecía la independencia de Puerto Azul y manifestábamos que efectivamente no nos habíamos ahogado y de paso nos daban plata para la cena y todo lo demás, yo me iba a jugar bowling y de vez en cuando una partida de futbolito, volibol, póker o billar.

Roscas y cachitos del desayuno de la Cafetería "El Balandro"

(Foto cortesía de Marian Rieber)

La piscina olímpica. Atrás los trampolines para los no cobardes.

La piscina de los espejos.

En el billar con suerte, conseguiríamos una mesa libre, y con mucha más suerte, nos conseguiríamos con el Señor Guerra. El señor Guerra, que no se si se llamaba Carlos, José, o no tenía primer nombre porque todo el mundo le decía Señor Guerra, era un tipo sesentón, pequeño, flaco, y con lentes rectangulares. Vestía siempre igual: pantalones negros, guayabera de lino azul clara y en el bolsillo izquierdo su cartelito enganchado con un alfiler que decía “Gerente General-Club Puerto Azul”. Era un tipo temido, de pocas palabras, de bigotes cortos tipo Cantinflas , un poquito más poblados pero sin gracia ni chiste de ningún tipo. El señor Guerra guardaba un gran secreto que mis amigos y yo y otros muy poco conocíamos: Era un maestro, un artista, un profesional de lo más exquisito en el juego de billar. No del billar gringo, multi colorido de 15 bolas y de mesa con seis huecos. No. Guerra jugaba el billar tradicional de 3 bolas, una roja, una blanca, y una blanca con un punto negro, en una mesa grande sin huecos. Junto a su amigo, o su más feroz contrincante, “Paco”, no se que eran, porque no se decían más nada sino “te toca a ti” y siempre en la mesa que estaba a la izquierda de la entrada al billar, jugaban unas partidas feroces del billar de carambolas, que consistía en la simple tarea de pegarle con la bola blanca, o la blanca con punto negro, dependiendo cual había escogido al principio del juego que sería su bola, a las otras dos. El arte de este juego simple, intenso y preciso, no estaba en hacer la carambola, sino en dejar las bolas preparadas y cerca una de las otras para poder hacer la siguiente hasta que se fallara. Guerra nos dejaba a mis amigos y a mí, aprendices de billaristas ,siempre con el acuerdo tácito que no preguntáramos ni interrumpiéramos, que nos sentáramos a observar como jugaba, cómo le daba los efectos y chanfles a las bolas, como hacía una, dos, diez o treinta carambolas seguidas. Aprendimos tanto del Señor Guerra, que mis amigos y yo en algún momento llegamos a ser bastante buenos y hasta nos hicimos socios de un club de billar en Caracas, “el Billar de Oro” que quedaba encima del cine Radio City al final del bulevar de Sabana Grande.

Pasillo que iba desde el Bowling hasta los vestuarios. El billar quedaba a mano izquierda.

Todo esto era el preámbulo de las actividades de la noche, que generalmente consistían a nuestros cortos 13 años, en ir a cenar al restaurante del bowling, aquel templo donde Manolo el camarero de siempre sudaba profusamente mientras atendía las mesas, un perrito bolichero (perro caliente a la plancha con papas fritas), un pollo a la canasta, un hotfudge de postre, jugar más bowling, y tratar de entrar en el cine a ver a la película censura B de las 9 pm para la que había que haber cumplido los 14 para poder entrar. Usábamos una fotocopia borrosa de la cédula mal falsificada que algunas veces funcionaba y engañaban al portero y otras no y llevábamos gomitas o carlotinas , golosinas compradas en el “Shop”, la tienda de los Alemanes también inmigrantes que tenía un aire acondicionado fuertísimo y un olor intenso al plástico de los salvavidas inflables que vendían y que colgaban por todo el techo.. Luego yo me iba a saludar a mi abuela Rita QEPD a las cartas, donde ella orgullosa de su nieto que la visitaba, me hacía besar a cada una de sus amigas del Remy: Nuscia, Ruya, Bluma, Malka. Luego de la procesión (y de las marcas de pintura de labio en mi cara) abría su cartera y me daba una moneda de 5 bolívares si iba perdiendo o un billete de 10 si iba ganando. Luego nos íbamos a caminar al malecón a tomarnos una cerveza clandestina con tequeños de queso amarillo que comprábamos en el bar del farito y que nos vendían sin ningún problema, para seguir hablando de lo que hablábamos en la tarde, que es lo mismo que hablábamos en los pasillos del colegio y que es lo mismo que seguimos hablando por teléfono hasta hoy en día. A veces en vez de cerveza se coleaba una botella de vodka o de ron, y ya cuando éramos más grandes (y más aprendices de borrachos) botellas de guarapita compradas en el bar Miami. Pero ese diciembre de 1982 fue diferente: Eduardo que siempre fue más precoz, audaz y atrevido que todos (y tenía el pelo más lindo también con buen corte y de paso secado con secador con raya en el medio al estilo Travolta) había trasgredido la frontera del bowling y del perrito bolichero y había conocido a Elizabeth, una niña hija de italianos que sólo hablaban en Italiano trancado con ella y que tenía nuestra misma edad. Elizabeth era linda, lindísima. Rubia, de pelo largo y suelto, como en la poesía de Martí, tenía los dientes perfectos, los labios carnosos y la piel melocotón bien bronceada del sol caribeño. En ese diciembre de 1982, nosotros, los no tan lindos, recién estirados y medio deformes por la pubertad repentina, expertos en bowling, en billar y pollo a la canasta pero no en esos menesteres, estábamos invitados a la función: Eduardo y Elizabeth se citaban siempre después que ya estaba oscuro y se sentaban en un banquito, frente al golfito, a besarse por largo tiempo. Nosotros, escondidos entre unos matorrales con vista al banquito, los veíamos descubrirse y saborearse el uno al otro, queriendo mucho ser Eduardo y también en el fondo, un poquito dando gracias de no serlo para no tener que estar en la situación de tener que hacer lo que no sabíamos hacer.

El Malecón

A la mañana siguiente, nos levantábamos para repetir el ciclo de las roscas, la playa, el bowling, el cine y la función en vivo del amor adolescente.
Esas vacaciones terminaron dos semanas después, a principio de Enero de 1983, con la vuelta en carro a Caracas, con mi casete TDK recién grabado de Perales y que escuchábamos una y otra vez:

Y pasamos tanto tiempo esperando la cigüeña
Y por fin se presentó a la hora de la cena
Y un chiquillo nos dejó, y luego fueron dos y
Luego en fin, la, la, a quien le importará
Lo que pasó, ya ves, a quien le importará.?




Volvíamos al caos de la ciudad de matices cambiantes, al colegio y a los pasillos, a conversar lo mismo que en la playa, lo mismo que en el colegio antes de las vacaciones, y lo mismo que hasta hoy en día seguimos conversando cuando nos reencontramos, por teléfono o en los grupos de Whatsapp. La historia de Puerto Azul, el club bendito y majestuoso de mi niñez y adolescencia donde aprendimos del amor, la independencia, la amistad y lecciones de vida irrepetibles. A quien le importará?