La suerte estaba echada. Joaquín Sabina terminaba los versos de la canción “A la orilla de la chimenea” que el mismo definiría “como una canción de amor a un personaje concreto”, para entregársela Antonio García de Diego y Pancho Varona, sus manos derechas a la hora de ponerle música a muchas de sus ambiciosas letras. Al mismo momento, mi mano derecha, no menos ambiciosa, se ocupaba, a turbinazo limpio, de terminar la infinidad de requerimientos necesarios para finalmente poder optar al sorteo donde se definiría cómo, dónde y cuándo iba a pasar mi último año de carrera odontológica. La Facultad de Odontología de la Universidad Central de Venezuela requería que sus estudiantes antes de poder egresar, tuvieran la experiencia “del mundo real”, en las llamadas Pasantías Extramurales (supongo que haber estudiado intramuralmente bajo constantes bombas lacrimógenas con pacientes entrenados en el arte del “baje de escaleras supersónico”, el “ paño avinagrado a los ojos y la nariz para que no picara tanto”, las constantes huelgas y paros indefinidos y la carencia de materiales dentales por falta de presupuesto eran más bien protagonistas de un cuadro surreal de Salvador Dalí, de que de lo que habíamos vivido los 4 años anteriores). Tenía 22 años, la edad de comerse al mundo y de cómo diría José María Cano “probar el río con los dos pies “y la revista” Hola” no me andaba buscando para reseñar mi vida sentimental (que había sido truncada definitiva y punzo penetrantemente después de 3 años, sin mi consentimiento). Vivía en mi casa con mis padres y mis hermanas sin muchas preocupaciones y responsabilidades, mas que ir a la Facultad y volver para encontrar comida hecha y ropa lavada y mi posesión más preciada era una guitarra Luis Goya de Estudio que me había comprado en Madrid en un viaje de mochilero y que me había costado $700 que me había ganado dando clases particulares de matemática (porque clases de caries e inflamación periodontal no podía dar a domicilio). Así que como era lógico y con un espíritu aventurero emprendedor infinito que me llevaría a conocer mundos lejanos, ciudades perdidas y aventuras nunca vividas, hice lo que cualquier persona en mi condición y circunstancia hubiera hecho: escoger una pasantía extramural cerquita a mi casa en Caracas que me permitiera seguir disfrutando mi comida rica, y caliente, mi ropa lavada y doblada, mi tele con parabólica recién montada y todas esas cositas y comodidades que mantendrían mi “status quo”. Para qué carajo irse al Amazonas, la pasantía más deseada por mis compañeros y vivir cinco meses en la selva ayudando a comunidades indígenas? O para qué pasar el guayabo en la pasantía de Cariaco, al oriente del país con sus hermosas playas? Y así, mientras Varona y García de Diego le ponían la música a la letra de Sabina, yo quedaba escogido para practicar mis habilidades manuales y conocimientos en el diagnóstico, tratamiento y prevención de las enfermedades que afectan a los dientes y a los tejidos adyacentes de la cabeza, cuello y la cavidad oral, en Panaquire, a patica de mingo (expresión que significa “cerca”, para mis lectores no venezolanos) de mi casa en Caracas. Si no iba a ir a venir todos los días, por lo menos los fines de semana por los próximos cinco meses seguro estaría en mi casa.
Puedo ponerme cursi y decir
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
y si quieres también
puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
y si quieres también
puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
La emoción del Status Quo duró aproximadamente 5 minutos después del sorteo extramural. Una compañera a quien apodaban “Piolín” se me acercó con lágrimas en los ojos: “Ricardo, tengo que hablar contigo. Quedé en la pasantía de Pariaguán, tú sabes, al sur del Estado Anzoátegui. Hace dos días me entere que estaba embarazada y no quiero estar tan lejos de mi casa. No puedo pasar cinco meses en un sitio tan remoto donde pueda ser que no tenga acceso a mis controles médicos. No te importaría…?
Y así, el trueque que definiría mi vida de allí en adelante quedó consumado. En cinco minutos, el caballo del destino, se había comido al peón de lo predecible, dejando al rey desprotegido y vulnerable al jaque mate impredecible. Viajaría con 22 compañeros (17 mujeres, 5 hombres) a Pariaguán, en la faja petrolífera del río Orinoco al sur del estado Anzoátegui, donde la Universidad Central de Venezuela tenía un convenio con Maraven, una de las empresas de petróleo de esa época encargada de explotar la faja. La universidad ponía el recurso humano (nosotros), Maraven ponía el alojamiento, la logística y los recursos materiales. Mi compañero (y futuro hermano de la vida) Manuel la Rosa, con su cd recién horneado y con celofán intacto, Física y Química de Joaquín Sabina, le ponía la banda sonora. Andreina Castro, una de las diecisiete, me pondría bajo una jupá en la sinagoga de la Unión Israelita de Caracas, mi anillo de matrimonio 7 años después.
(NOTA: POR CUESTIONES DE COPYWRIGHT CON YOUTUBE, HAY PAISES DONDE EL VIDEO NO SE PUEDE VER. AQUI LES DEJO UNA VERSION CON MENOR RESOLUCION)
Puedo ponerme humilde y decir
que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir:
"toma mi dirección cuando te hartes de amores
baratos de un rato... me llamas".
Y si quieres también
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adiós y tu ven,
tu manta y tu frío,
tu resaca, tu lunes, tu hastío...
o tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda.
y si quieres también
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe,
tu noche y tu día,
tu rencor, tu por qué, tu agonía...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir:
"toma mi dirección cuando te hartes de amores
baratos de un rato... me llamas".
Y si quieres también
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adiós y tu ven,
tu manta y tu frío,
tu resaca, tu lunes, tu hastío...
o tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda.
y si quieres también
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe,
tu noche y tu día,
tu rencor, tu por qué, tu agonía...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
La pasantía consistía en el centro de operaciones, Pariaguán (población aproximada de 30000 personas), con su casita donde cabíamos los 22, y su pequeña clínica a 20 metros de la casa, “el servicio odontológico”, donde trabajamos desde las 8 hasta las 5, atendiendo pacientes del pueblo bajo la supervisión de un odontólogo ya graduado que sólo estaba en las mañanas. De allí se organizaban las penetraciones hacia centros al sur del estado, aún mas rurales, los pueblos de Uverito, Santa Cruz del Orinoco y Mapire, donde pasábamos una semana en sub-grupos y trabajábamos de manera totalmente independiente.
En Mapire, un pueblo (un re-pueblo como yo le decía) a dos horas al sur de Pariaguán a las orilla del rio Orinoco, “La luz” no había llegado (pero si la Pepsi cola y la cerveza Polar que había por todas partes). Había una planta eléctrica que se prendía en la mañana para el pueblo y para el servicio. Las vacas caminaban por las calles, las neveras funcionaban con bombonas de gas (yo siempre pensé que el gas era para hacer fuego, no para hacer frio), la cerveza se consumía de desayuno, almuerzo y cena, y había un restaurante de pescado (bueno…restaurante es un eufemismo…digamos que había una fritanga) a la orilla del río cuyo chef master seguro había sido entrenado en Nueva York, porque el restaurante sólo estaba abierto en el verano, al estilo de los más grandes restaurantes gourmet. En el invierno, cuando el nivel del agua subía, el restaurante desaparecía sumergido en el Orinoco, para reaparecer la siguiente temporada. Allí en Mapire adopté a un perro callejero, a quien bauticé “Pachi” y a quien lógicamente no me podía traer de vuelta a Caracas cuando terminó la pasantía. Les juro que el perro al intuir mi partida para siempre cuando me monté en mi carro, corrió detrás de él hasta alcanzarlo y montarse en el techo, para no dejarme ir. Nunca me olvidaré la imagen por el espejo retrovisor. Y después dicen que García Márquez inventó el realismo mágico. Sin duda que el realismo mágico fue inventado en Mapire. Soy testigo.
Pero la realidad es que la verdadera pasantía de Pariaguán y sus alrededores ocurrió cuando no estábamos trabajando. No hay duda que odontológicamente la experiencia fue inigualable, porque teníamos que decidir de manera totalmente independiente y muy precaria como resolver problemas dentales. Pero la verdadera pasantía para mí fue la humana. En primer lugar porque allí conocí a quien es hoy en día (20 años después) a mi mejor amiga, mi cómplice en la vida, mi otra mitad y la mamá de Arianna y Gabriel. Quién se hubiese imaginado cuando Andreina y yo asistimos un parto en el hospital del pueblo, ayudando a nuestros colegas los pasantes de medicina, que después haríamos juntos el parto de nuestros hijos.
En segundo lugar porque el Física y Química de Joaquín Sabina no sólo estaba presente constantemente como fondo musical en los largos viajes hacia las penetraciones en el Fairlane 500, 1977 que mis padres me cedieron cuando cumplí 18 años y que me pintaron, para que pareciera nuevo, de un color que ellos nombraban “gris ratón” (lo que no le dijeron al pintarlo, era que el color era en realidad “gris ratón de funeraria”) con techo de vinil negro. (Sospecho que mi primera novia me dejó en parte porque no soportó ser vista una vez más en tan horroroso automóvil), sino que la Física y Química se hizo presente en la cantidad de enlaces orgánicos y la ley de gravedad de quienes estuvimos allí bañándonos en morichales en la madrugada, jugando partidas eternas de dominó, bailando y cantando en el “Rincón Llanero” de la fallecida Bestalia, ordeñando vacas y haciendo queso cuando nos invitaban a las haciendas de algunos de los pobladores, y asistiendo a las ferias y a los toros coleados. Amistades eternas, recuerdos inolvidables y un cariño inmenso que compartiremos para siempre los 22. Y finalmente porque definitivamente después de Pariaguán crecí inmensamente como persona, haciéndome mucho más sensible y cercano a la realidad humana.
Desde esa pasantía de 1992, Joaquín Sabina pasó a ser de mis cantautores de cabecera. Junto a Silvio Rodríguez, en mi opinión, no existe en el mundo de habla hispana nadie con la genialidad de estos dos. Si Silvio es más “enredado” de entender, Sabina es un mago del idioma español. Dice Javier Menéndez Flores, biógrafo de Sabina (me he leído muchos libros acerca de Sabina); “Joaquín Sabina es uno de los escritores de canciones en español más heterodoxos y lúcidos que existen. Alguien capaz de aunar en su repertorio temas en clave rock que enganchan a aquellos jóvenes a quienes la vida no ha conseguido aún desencantar, y baladas que logran conmover a un público maduro, crítico y sensible que sabe apreciar en sus textos el talento literario de un aventajado discípulo de Quevedo, cuya espada es la suma de una afilada lengua y una preclara cabeza. Flaco, ateo, escéptico, irónico, tímido, provocador, exultante, ciclotímico, calavera, tramposo, entrañable, realista y soñador, Sabina es el más notorio ejemplo del hombre que se resiste a envejecer, del salvaje ilustrado que se niega en redondo a civilizarse.”
Manuel, Andreina y yo nos prometimos en Pariaguán ir alguna vez juntos a un concierto de Sabina. Estuve cerca varias veces, la última vez en España, en su gira con Serrat, en un concierto en Pamplona mientras yo estaba en Barcelona de vacaciones, pero siempre algo impedía que yo fuera a un concierto de Sabina.
Finalmente el 15 de mayo del 2010, el sueño se hizo realidad. Volamos desde lugares muy distantes y nos encontramos por un fin de semana en San Juán de Puerto Rico donde Joaquín estaría con su gira Vinagre y Rosas.
Pancho Varona (la mano derecha de Sabina que mencioné antes, autor de la música de muchas de sus canciones y guitarrista en los conciertos), a golpe de tecla gracias a Facebook, después de oír parte de nuestra historia nos invitó cariñosamente a la prueba de sonido antes del concierto, a la que unos guardias mequetrefes no nos dejaron entrar. Pero si nos vimos minutos antes de que empezara el concierto y compartimos un par de horas después tomándonos una cerveza.
Pancho nos trajo un pequeño obsequio de parte de Joaquín, un platito con un dibujo y una dedicatoria que dice: “
Para Ricardo y Andreina, desde lejos, Sabina”
Lo que él no sospechaba es que la suerte estaba echada hacía veinte años cuando él escribía la letra de “A la orilla de la chimenea”, Pancho Varona y García de Diego le ponían la música y el trueque definitorio de mi vida ocurría en un aula de la Facultad de Odontología de la Universidad Central de Venezuela.