
Puedo ponerme cursi y decir
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
y si quieres también
puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
y si quieres también
puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
La emoción del Status Quo duró aproximadamente 5 minutos después del sorteo extramural. Una compañera a quien apodaban “Piolín” se me acercó con lágrimas en los ojos: “Ricardo, tengo que hablar contigo. Quedé en la pasantía de Pariaguán, tú sabes, al sur del Estado Anzoátegui. Hace dos días me entere que estaba embarazada y no quiero estar tan lejos de mi casa. No puedo pasar cinco meses en un sitio tan remoto donde pueda ser que no tenga acceso a mis controles médicos. No te importaría…?
Y así, el trueque que definiría mi vida de allí en adelante quedó consumado. En cinco minutos, el caballo del destino, se había comido al peón de lo predecible, dejando al rey desprotegido y vulnerable al jaque mate impredecible. Viajaría con 22 compañeros (17 mujeres, 5 hombres) a Pariaguán, en la faja petrolífera del río Orinoco al sur del estado Anzoátegui, donde la Universidad Central de Venezuela tenía un convenio con Maraven, una de las empresas de petróleo de esa época encargada de explotar la faja. La universidad ponía el recurso humano (nosotros), Maraven ponía el alojamiento, la logística y los recursos materiales. Mi compañero (y futuro hermano de la vida) Manuel la Rosa, con su cd recién horneado y con celofán intacto, Física y Química de Joaquín Sabina, le ponía la banda sonora. Andreina Castro, una de las diecisiete, me pondría bajo una jupá en la sinagoga de la Unión Israelita de Caracas, mi anillo de matrimonio 7 años después.
(NOTA: POR CUESTIONES DE COPYWRIGHT CON YOUTUBE, HAY PAISES DONDE EL VIDEO NO SE PUEDE VER. AQUI LES DEJO UNA VERSION CON MENOR RESOLUCION)

que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir:
"toma mi dirección cuando te hartes de amores
baratos de un rato... me llamas".
Y si quieres también
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adiós y tu ven,
tu manta y tu frío,
tu resaca, tu lunes, tu hastío...
o tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda.
y si quieres también
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe,
tu noche y tu día,
tu rencor, tu por qué, tu agonía...
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
La pasantía consistía en el centro de operaciones, Pariaguán (población aproximada de 30000 personas), con su casita donde cabíamos los 22, y su pequeña clínica a 20 metros de la casa, “el servicio odontológico”, donde trabajamos desde las 8 hasta las 5, atendiendo pacientes del pueblo bajo la supervisión de un odontólogo ya graduado que sólo estaba en las mañanas. De allí se organizaban las penetraciones hacia centros al sur del estado, aún mas rurales, los pueblos de Uverito, Santa Cruz del Orinoco y Mapire, donde pasábamos una semana en sub-grupos y trabajábamos de manera totalmente independiente.
En Mapire, un pueblo (un re-pueblo como yo le decía) a dos horas al sur de Pariaguán a las orilla del rio Orinoco, “La luz” no había llegado (pero si la Pepsi cola y la cerveza Polar que había por todas partes). Había una planta eléctrica que se prendía en la mañana para el pueblo y para el servicio. Las vacas caminaban por las calles, las neveras funcionaban con bombonas de gas (yo siempre pensé que el gas era para hacer fuego, no para hacer frio), la cerveza se consumía de desayuno, almuerzo y cena, y había un restaurante de pescado (bueno…restaurante es un eufemismo…digamos que había una fritanga) a la orilla del río cuyo chef master seguro había sido entrenado en Nueva York, porque el restaurante sólo estaba abierto en el verano, al estilo de los más grandes restaurantes gourmet. En el invierno, cuando el nivel del agua subía, el restaurante desaparecía sumergido en el Orinoco, para reaparecer la siguiente temporada. Allí en Mapire adopté a un perro callejero, a quien bauticé “Pachi” y a quien lógicamente no me podía traer de vuelta a Caracas cuando terminó la pasantía. Les juro que el perro al intuir mi partida para siempre cuando me monté en mi carro, corrió detrás de él hasta alcanzarlo y montarse en el techo, para no dejarme ir. Nunca me olvidaré la imagen por el espejo retrovisor. Y después dicen que García Márquez inventó el realismo mágico. Sin duda que el realismo mágico fue inventado en Mapire. Soy testigo.



Manuel, Andreina y yo nos prometimos en Pariaguán ir alguna vez juntos a un concierto de Sabina. Estuve cerca varias veces, la última vez en España, en su gira con Serrat, en un concierto en Pamplona mientras yo estaba en Barcelona de vacaciones, pero siempre algo impedía que yo fuera a un concierto de Sabina.
Finalmente el 15 de mayo del 2010, el sueño se hizo realidad. Volamos desde lugares muy distantes y nos encontramos por un fin de semana en San Juán de Puerto Rico donde Joaquín estaría con su gira Vinagre y Rosas.
Pancho Varona (la mano derecha de Sabina que mencioné antes, autor de la música de muchas de sus canciones y guitarrista en los conciertos), a golpe de tecla gracias a Facebook, después de oír parte de nuestra historia nos invitó cariñosamente a la prueba de sonido antes del concierto, a la que unos guardias mequetrefes no nos dejaron entrar. Pero si nos vimos minutos antes de que empezara el concierto y compartimos un par de horas después tomándonos una cerveza.
Pancho nos trajo un pequeño obsequio de parte de Joaquín, un platito con un dibujo y una dedicatoria que dice: “
Para Ricardo y Andreina, desde lejos, Sabina”
Lo que él no sospechaba es que la suerte estaba echada hacía veinte años cuando él escribía la letra de “A la orilla de la chimenea”, Pancho Varona y García de Diego le ponían la música y el trueque definitorio de mi vida ocurría en un aula de la Facultad de Odontología de la Universidad Central de Venezuela.